AGOSTO 68. HISTORIAS DE AMOR REBELDE
de Salvador Ruiz Villegas
Ilustración de portada: Estelí Meza
Días “precisos y preciosos”, como dice Salvador Ruiz Villegas, sobre todo los de agosto de 1968, el mes menos violento y más festivo para los estudiantes alzados. Días en que nada parecía imposible…
La Universidad era una caldera multicolor. Asistían los hijos de los más pobres y los hijos de los más ricos. Los maestros eran funcionarios públicos, intelectuales, científicos del mayor renombre. Estalló el movimiento y los estudiantes ejercieron la mayor autonomía de todos los tiempos: tomaron los planteles, tomaron los micrófonos, tomaron las calles. Fueron días para conocer —o construir— la libertad y luchar por ella.
Salvador estudiaba Ingeniería en Ciudad Universitaria y pronto fue elegido como delegado de su escuela en el Consejo Nacional de Huelga. Fue preso político en la penitenciaría de Lecumberri y años después escribió estos relatos que son una luminosa aportación a la literatura del 68, que ya no es asumida sólo en términos de tragedia y represión.
En los cuentos amorosos de Salvador, la épica del 68 y sus acontecimientos masivos funcionan como escenario para los encuentros íntimos, casi silenciosos entre dos personas. Una declaración de amor en la víspera de la Marcha del silencio; una cita improvisada en plena manifestación del 5 de agosto —la primera movilización estudiantil que cimbró a la ciudad de México; el arrependimiento por un desaire amoroso durante una asamblea del Comité de lucha en Ingeniería; los granaderos y el ejército no detestados por su acción represora, sino por estorbar la consumación de un beso; la toma de C.U. como interrupción del faje más esperado de la historia; el 2 de octubre como el mazo que destruye la utopía, el sueño, la celebración de haber conocido a un ser amado.
“Las Islas” de Ciudad Universitaria, las explanadas de “los Frontones”, los improvisados talleres de impresión de propaganda en las escuelas recuperan el vociferío de la juventud organizada y decidida a cambiar el país a costa de lo que fuera. Sabremos lo que sintieron las mujeres rebeldes al entrar a escuelas como Ingeniería que eran “completamente masculinas, en donde cualquier mujer era saludada con gritos, aullidos, piropos y hasta groserías que desde los balcones y puentes proferían los futuros ingenieros”.
Sabemos que el movimiento estudiantil no enarboló luchas como la liberación sexual, el feminismo o el consumo de drogas, batallas abiertas en otras latitudes del planeta en los años sesenta. Sin embargo, aportó los espacios y la posibilidad de diálogo para que emergieran miles de batallas personales y pequeñas revoluciones alrededor de estos asuntos clave para la evolución de cualquier sociedad. El imperio de la hormona gobernaba en las entrelíneas del activismo estudiantil que se volvió un estilo de vida durante dos meses. La escuela de Ciencias Políticas fue lienzo para una pinta más transgresora que cualquier insulto al gobierno: “La virginidad produce cáncer. Vacúnate”.
Se entendió que el movimiento era tan machista como su sociedad, pero se abrieron frentes para cuestionarlo y enfrentarlo. Las y los estudiantes vivieron con plenitud una fiesta donde“el espíritu de la universidad” por fin hablaba por su raza y lo hacía con un altavoz apuntando a la ciudad entera, al país, al presidente de la nación.